viernes, 31 de diciembre de 2010

este viejo y ese niño

Ese viejo que me crucé esta neblinosa noche tenía el paso cansado de los que cargan el vacío de los sueños extraviados. Campeaba en sus hombros un aire de desesperanza, pero no sé... porque sus ojos brillaban abiebrados de lides diversas y juegos prohibidos. Su frente reflejaba soles herrumbrados y lunas escondidas, aunque su boca se notaba con reserva de sonrisas, de palabras recreadas con lindezas y algunas asperezas, ya se sabe. Todo eso sucede al final del camino.
Sólo se tensó un poco la curva de su espalda cuando vió a ese niño de andar expectante, con esa nube de sueños coronando su cabeza y su mirada curiosa. Mas que nada por esa risa húmeda de promesas, y esa traza de valiente, acompañado nada más que con su inocencia.

 

Que 2011 nos haga soñadores, curiosos, valientes e inocentes del pecado de la soberbia y del delito de la indiferencia.

 

Abrazos, mi queridos!



imagen: inefable Mafalda con vigencia sin cura.

martes, 28 de diciembre de 2010

que la inocencia os valga!

                                                                                                                     a Menardez
Recién cuando descendió del tren, tomó conciencia de todo lo que iba a suceder. El primer aviso fue una foto de él en fotocopia ampliada y pegada en varios lugares: "Falta de su hogar desde el 23 de diciembre..., etc., etc." Vaya foto desarrapada habían elegido. "Ese viejo barbudo de mirada desgraciada..., era yo?", se preguntó moviendo la cabeza, mientras miraba sus zapatos recién lustrados, la raya del pantalón, su camisa impecable.
-Epa, Fermín, que pintusa! Si la farra te pone así, mañana me pierdo yo!- le gritó entre risas Miguel, su vecino remisero. Ése fue el segundo aviso. Miró el asfalto espejado de calor y se dirigió a paso firme hacia su casa.

Se había tomado el tren en confusa huida de su vida. Y después de comer una porción de pizza enfrente de la estación, se tomó el 39, que sabía que lo llevaría al centro. Se sentó en el asiento que le cedió una mujer con mirada de preocupación y ahí se adormiló un poco.
Cuando abrió de nuevo los ojos, justo pasaban por un lugar conocido y se bajó con la agilidad de un muchacho. Y caminó hasta la plaza con una sensación rara; como de estar volviendo. Se sentó en un banco, a la sombra. Y se quedó ahí, mirando todo, sin pensar en nada. "Ay! me olvidé de la pastilla, Adela me va a matar!" Adela es su hija, que vive en su casa -la de él- con su marido y sus dos hijos, porque han decidido que ya no puede vivir solo, que siempre se olvida de tomar los remedios.

Lo sorprendió esa mujer allí, en el mismo banco. No la había visto llegar. "Disculpe", le dijo con una sonrisa de labios recién pintados, "es que ya no quedan bancos a la sombra y con este calor...!" Y sonrió.
Fermín sintió que se ruborizaba y sólo dijo: "Sí; terrible el calor".
-Por suerte tenemos esta plaza, no? En mi casa no hace calor, pero hay mucha soledad. Y se me da por andar en camisón y chancletas, sabe? Y mi mamá me enseñó a tenerles miedo. Decía que envejecen y enloquecen. Y yo no quiero ser una vieja loca.- y esta vez, se rió.
Entonces, cuando se repuso del embeleso de escucharla, de mirarle los ojos con ese brillo, le dijo eso otro: "Qué risa suave tiene!"
-Usted no se ríe?
Él pensó un momento.
-Es que yo no tengo esta plaza. Y en mi casa hace calor. Es que somos muchos. Y además, esas pastillas me hacen andar en piyama y chancletas. Hoy me vestí así, porque salí... a... hacer unos trámites- tartamudeó, pensando que ya ni sabía hacer trámites- pero reirme? No, hace mucho que no me río.
"Y cómo se le nota!", pensó ella mientras le sonreía otra vez.
-Me llamo Marta. Y usted? Porque si vamos a compartir el banco de la plaza...- y ahí estaba de nuevo su risa.
Él volvió a sentir esa sensación como de regreso.
-Fermín- dijo estirando las piernas. Luego, se cruzó de brazos y con aquella mirada de costado que tanto le gustaba a su Azucena, preguntó- Y cómo es que está tan sola, con esas manos tan lindas?
Y volvió a ruborizarse como un imberbe, cuando ella se miró las manos sorprendida y luego lo miró como desde atrás de la mirada. 
-La vida, nomás... Soy hija única y papá se murió muy pronto, así que me quedé con mamá, que como no usaba camisón ni chancletas, se murió muy viejita..., y cuando pude pensar en mí...

Cuando sintieron el sol sobre sus cabezas, Marta dijo que ese calor ya no era bueno para gente como ellos y que si no lo tomaba a mal, lo invitaba a su casa a almorzar y a seguir charlando.
Fermín intentó una excusa, eran dos desconocidos, ¿eso no le producía desconfianza? Y ella, riéndose como se reía, le contestó que nunca desconfiaba de nadie cuando la Navidad estaba tan cerca.
Y tomados del brazo, caminaron dos cuadras hasta la bella sombra de la calle Honduras, donde ella vivía con un perro de varias razas que los recibió en el zaguán. 
Prepararon juntos el almuerzo y la mesa, como si eso fuera de siempre.
Luego, con acierto de adivina, pensó que ese hombre no tenía dónde volver y le ofreció su antiguo cuarto para dormir una siesta. Y Fermín durmió una espléndida siesta sin pensar en nada más que en él.
Cuando se despertó, ella tomaba mate en el pequeño patio y regaba las plantas. 
Y él, encontró al lado de su cama, su ropa limpia y planchada, junto a un par de zapatos lustrosos que no parecían los suyos.
-Buenas tardes- dijo, sin saber qué decir, y agregó con un poco de vergüenza- algún hada madrina se ocupó de mi ropa. Muchas gracias.
-Sencilla ecuación- explicó Marta, mirándolo de reojo- Usted no tiene quien lo quiera y yo no tengo a quién querer.

Seguramente porque se habían encontrado sin buscarse y porque ya no tenían tiempo para casi nada, después de confesarse que ella no elegía bien los amores y que él no había amado bien a Azucena, dormir juntos fue natural y necesario.
El sueño los encontró sin camisón y sin piyama, después de tímidas caricias y algunos besos que fueron mejorando en la repetición y en la recuperada risa de Fermín, burlándose de sí mismo.
La mañana del 24 de diciembre, él no hablaba de irse y ella no quería que se fuera. Así que desempolvaron el arbolito que hacía años que no se armaba y lo pusieron precioso, con lucecitas y todo, al lado de la ventana. Con unos pesos de su jubilación que había sacado de la lata que Adela escondía atrás del tarro de la yerba, él compró un collarcito a unos artesanos en la plaza y  utensillos para afeitarse en la farmacia de la esquina. Ella se ausentó un ratito y volvió con calzoncillos y medias envueltos para regalo, enigmática como una niña. 
Esa noche brindaron con sidra bien helada, comieron pollo y pan dulce, se entregaron los regalos e hicieron el amor despaciosos y diestros, mágicos de hallazgos.
En la plaza, ella le presentó a sus amigos y él le fue contando de como iba muriéndose de tristeza y pastillas, antes de encontrarla.
Y comenzó a vivirlos la vida; por tanto, cuando Fermín esta mañana muy temprano tomó el 39 y luego el tren de regreso a su casa, sabía perfectamente cuál era el trámite que ahora debía realizar.

Cuando lo vieron llegar, en vez de saludarlo, sus nietos entraron a la casa y al ratito, salían apurados Adela y su marido:
-Papá, de dónde venís? Adónde te habías metido? No tomaste las pastillas en todos estos días! Sabés lo que nos hiciste pasar? Vos fuiste el que sacaste plata de la cajita de lata?
Fermín pensó en Marta: "Usted no tiene quien lo quiera". Nadie intentó abrazarlo, nadie se dio cuenta de su aspecto, nadie vio su sonrisa incontenible.
Entonces, Fermín se sorprendió un poco de su idea y dijo, riéndose:
- Que la inocencia les valga!- y luego, con inédita sonrisa y recuperada firmeza en la voz, contestó todas las preguntas.
- Vengo de ser feliz. Estuve en el paraíso, así que no vuelvan a preocuparse por mí. No importan las pastillas, no volveré a tomarlas. Y, Adelita querida, la plata de esa cajita es mía, no? Contestadas todas las preguntas, una aclaración: no volveré a usar piyama y chancletas. Ahora, si me permiten, voy a entrar en mi casa, a hacerme cargo de mi vida. Van a tener que acostumbrarse.


imagen: la flor de la vida- Y.Tachibana


martes, 21 de diciembre de 2010

jugando tankas (inopinadamente)








1.
frágiles rosas,
fragoroso diciembre.
cálidas copas.
abrazos de amistad
y letras compartidas.

2.
risas sonoras
miradas con burbujas
de encuentro
estercita brillosa
como es ya costumbre.

3.
cecy llegó así
claramente rubia
y aclarando
cris apenas tímida
y suave bailadora.

4.
maga con chispas
en la mirada y la boca
ricardo así
tranquilamente viendo
suavemente hablando.

5.
marcelo suarez
capeando temporales
con perspicacia
colorida y risueña
de diestro callejero.

6.
noche de risas
clericoleando brindis
la miralunas
ríe feliz y baila
mùsica del artista.

martes, 14 de diciembre de 2010

debe ser diciembre



Ella había cumplido cincuenta años con un alma como de treinta y cinco, así que andaba por la vida buscando aventuras sin atajos, con la mirada bien dispuesta y una alegría de vivir indecorosa.
Había conocido al Capitán un poco antes y se había enamorado de él como ella se enamoraba: en forma instantánea y nunca para siempre. Él era, entonces, un hombre alto, cálido, simple, de físico armonioso, con mirada y besos de marinero, que la llamaba "Bombón", seguramente para no superponer otros nombres. Pero a ella le gustaba, igual que le gustaba que fuera Capitán de barcos en ríos de gran calado, porque el mar le provocaba nauseas sin remedio. Ella era un río de gran calado que nunca sería mar. Eso los acercaba, mas que ninguna otra cosa.

Un día, sin más, la vida le plantó un parate y supo de un tirón cómo eran un dolor físico sin límites, el miedo a la muerte y la impiedad de una enfermedad larga e invalidante. 
Entonces, casi se murió de tristeza, de desventura, de ojos sin mirada y de indecorosas ganas de vivir. Sólo se sonreía un poco, cuando alguien le hacía notar que bajo ese camisón de enferma (aunque los bordados y puntillas) se le entreveía un sutien rojo, de encaje. "Es lo único que me queda de la fiesta", solía explicar con su antigua ironía.

Cuando a la vuelta de un viaje él supo que ella estaba asi, con el cuerpo postrado y el alma oscurecida, la llamó una tarde de sábado y le dijo: "Bombón, tengo ganas de hacerle de acompañante. Dígale a todos que esta tarde tienen tiempo libre! Y usted, póngase linda." Ella, lloró un ratito. Se higienizó con cuidado y pidió que le alcanzaran el sutien rojo y su perfume francés.

Llegó puntual, con flores y bombones, tranquilo y formal. Y la miró como siempre; con picardía y deseo. Ella sintió en ese momento que nunca se olvidaría de él. Sólo por esa mirada, que la hizo olvidarse de ese vago aroma de su sangre que le inundaba la nariz por esos días, su pierna ínvalida, doliente, con esa terrible hinchazón, su terrible tristeza, su miedo de morirse. En el momento que se quedaron solos, la besó suave en la boca, le tocó apenas la base del cuello y espiando por debajo del camisón, susurró como una sentencia: "Ah, me estaba esperando, Bombón!", haciendo alusión al encaje rojo.

La hija había dejado preparado el mate sobre la mesa de luz con un plato con bizcochos. Naturalmente, tomaron unos mates, mientras se interesaba en su salud, su alma, su corazón. Conversaron como si nada fuera grave, como viejos amigos, que era así como siempre se sentían y así era como siempre quedaban felices de haberse encontrado y de hacer el amor así, tan profunda y sencillamente. Ella volvió a reirse después de tanto tiempo; se le despertó la mirada y hasta pudo coquetearle un poco.
Entonces, el Capitán se puso de pie, le sonrió con ternura y con voz ronca,  le anunció: "Ahora voy a hacer lo que tengo tantas ganas de hacer y a eso no podrá oponerse, Bombón. Mire qué suerte tengo!"
Ella quiso quejarse, pero él no la escuchó. "Querido Capitán!"

Ese hombre tan alto y tan simple, que era capitán en sólo en ríos de gran calado, porque el mar le producía nauseas, la fue acomodando entre abrazos para que ella pudiera recibirlo; dejó la habitación en penumbras para resguardarla de su propio pudor y casi en silencio, como un virtuoso amante, como un entrañable amigo, como un viejo compañero de aventuras, le hizo el amor un rato largo, delicioso, divertido y suave, que fue discurriendo en un abrazo que casi le devolvió todo lo que ella era.

Cuando volvieron los hijos, él se despidió con la misma naturalidad con la que había llegado. Le dió un beso en la frente, le arregló un poco el pelo y le dijo en secreto: "Nos vemos dentro de poco, Bombón. No me ande triste. Siga así de linda."
Y ella se quedó con una cosa en el alma y en el ombligo, parecida a la felicidad.
Se vieron casi nunca, después. Cada uno siguió con su vida. Pero no se olvidan. Cada tanto cruzan algun saludo, por el móvil. 

Y cuando eso sucede, ella vuelve a reirse de su apuro de aquella vez, por esconder el sutién rojo bajo la almohada, cuando los hijos vinieron a saludarla, a preguntar, a disfrutar de su asomo de alegría. Ahora mismo se acuerda de él y se le sobresalta la memoria.
Debe ser diciembre.