viernes, 4 de octubre de 2013

En el camino

Fue ese lunes fresco, apenas soleado, de esta primavera díscola que nos toca en Buenos Aires.
Llegué apurada, pensando sin pensar en el paisaje de esa gran casona rodeada de "coronitas de novia" locamente florecidas y esa glicina, ay, esa glicina!
Manuel me esperaba levemente ansioso y un poco titubeante al elegir el mejor lugar para nuestra charla; hasta que elegimos ese lugar tranquilo en el comedor, cerca de la ventana, casi como si fuera la mesa de un bar. 
Nos miramos para vernos, pues era nuestro primer encuentro. Eramos dos desconocidos; yo sabía porqué estaba allí: buscaba historias; Manuel no entendía muy bien y me miró un momento con desconfianza, pero sólo un momento.
El es delgado, tímido, de mirada como de agua clara, un poco triste. Tiene setenta y pico; habla en voz baja, casi como para él solo.
"Un hombre solo, casi de siempre", pensé.
Y él lo confirmó enseguida: "Ah, no sé si puedo hablar de amor. No he tenido finales felices." Me lo dijo  con su cara de muchacho grande, con una sonrisa apenas esbozada, como de disculpa.
Pero, después fué contándome pequeñas historias, un poco inconclusas; no hablaba de desamores, no. Eran, más bien, como cartas de amor guardadas sin enviar. Breves ilusiones dibujadas en un vidrio empañado en tardes de invierno. Sueños inacabados.
Le pregunté rápido, como para sorprenderlo: "Y de qué se arrepiente, Manuel?"
Me miró con su mirada como de agua clara y me dijo con un dejo de enojada tristeza:
-De haberme conformado. De no haber peleado más. Me hubiera gustado escribir. Como hace usted. Ahora mi memoria...
Y miró por la ventana, seguramente buscando aquellos sueños dejados en el camino.
 
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