martes, 30 de octubre de 2012

chau, Cata!



Cuando mi amiga Sylvia me la regaló a Catalina para que le hiciera compañía a Sophia, su hermana mayor, yo transitaba el principio de una enfermedad que me tuvo casi postrada una cantidad de tiempo siempre inmensurable para mi alma. 
Era la mas chiquita de la camada y nada de "peluda, suave; tan blanda por fuera, que se diría toda de algodón, que no lleva huesos" como decía el poeta de su Platero. Ella era orejuda, tan flaca que el sol le transparentaba el esqueleto. Pero tenía un maravilloso par de ojos color cielo y un obstinado carácter gatuno: miraba con intensidad y nos amaba con independencia, silenciosa y tranquila.
Con el tiempo se transformó en una bellísima gata siamesa tabby. A diferencia de Sophia, nunca venía a mi regazo, pero siempre nos mirábamos con secreta complicidad.
Se enfermó de pronto, sin esperanzas. Y en eso también fue obstinada e independiente, pero se dejaba mimar  como si supiera. Llevábamos doce años de andar juntas por la vida, por las mudanzas, por los amores, por los adioses.
Ayer, yo decidí dejarla ir, porque su mirada celeste se había vuelto lejana, antes que mi corazón se acostumbrara a su ausencia.
Un lunes de espantosa lluvia en Buenos Aires, horriblemente triste.
Antes de dormirse, Catalina me miró como nos mirábamos, nos dimos las gracias en silencio y se fué, camino de la lluvia.

imagen tomada de internet

viernes, 26 de octubre de 2012

Convocatoria de Jueves: COLORES

Ella fue una niña preciosa, una adolescente deliciosa y, siempre, una mujer hermosa.
Hubiera podido elegir entre todos aquellos jóvenes que le pidieron una mirada de sus ojos, una mueca de sus labios, un pequeño gesto de sus manos; pero a su papá, un hombre callado y hosco, al que nunca le comprendió esa rabiosa tristeza, lo incomodaba profundamente su belleza.
-Si no la cuidás, así como es, la tomarán por una cualquiera.- le repetía a su madre, que cargaba con una blanda culpa su propia lindura.
Así que Amanda Suarez creció tímida a la fuerza, débil de carácter para no enojar a su padre y proteger a su madre y de porte deslucido por esa ropa suelta, de colores sin color. 
En la escuela fue una alumna aplicada y tenue, que mantuvo siempre apagados los fuegos interiores de la adolescencia.
Apenas cumplió los veinte años, por indicación de su padre y consejo de su mamá, aprendió a querer a Ernesto Martinez, un comerciante mayorista, diez años mayor, reservado y celoso.
Por tanto, Amanda siguió siendo esa mujer bella, voluntariamente invisible, que nunca hizo nada por ella; porque ni sus hijos, que le salieron varones y por cuestiones propias de su vida, crecieron con mezcla de su abuelo y de su padre. 
Sólo una decisión tomó sola y en secreto: a la muerte de su madre (que por suerte sobrevivió a su padre y entonces ella pudo conocerle la sonrisa), se dedicó a pintar gracias a un atelier que había a la vuelta de su casa, donde la recibieron sin preguntas y le permitieron ese desparramo de colores tres veces a la semana, en días hábiles y horario comercial, para que nadie lo supiera en su familia.
Despues de cuarenta y dos años, Ernesto Martinez murió sin casi darse cuenta de lo que era vivir y Amanda lloró por dos días sin poder parar.
Al tercer día, tomó otra decisión: salió de compras.
Cuando llegaron sus hijos con su familia, encontraron la casa un poco cambiada.
Colgados en la sala, dos cuadros de brillantes colores anunciaron a esa bella desconocida vestida de rojo con flores en el pelo que, mirándolos a todos con ojos brillantes, risa en bandolera y manos en vuelo, les dijo cantarina:
-Bienvenidos a mi nacimiento, queridos míos!

más bellos colores en The Daily Planet's Bloggers

jueves, 18 de octubre de 2012

Este jueves, LIBROS

A exactamente seis meses de cuando comenzó su última tristeza, murió el señor Harkoft con un gran sentimiento de cobardía por no resistir el doloroso influjo de la primavera.

El señor Harkoft era nuestro librero. El librero de mi pequeña ciudad, digo. No recuerdo otro. Su librería era pequeña en tamaño pero inmensurable en contenido y quedaba a cuatro cuadras de mi casa. 
Y en la libreria del señor Harkoft aprendí el tenue aroma áspero que se desprende de los libros y que se prende adentro como otra piel. Ese hombre parco, parecido al malo de los enanos de Blanca Nieves, siempre serio en esa fresca penumbra de las librerías de verdad, me trazó los primeros senderos de la lectura. 
Me los enseñó de la mejor forma, creo. Fue como si trazara caminitos en la arena y luego soplara sobre ellos. Eso me convirtió en una lectora desordenada, desprejuiciada y libre, sin otras normas que mi curiosidad y mi deseo. 
Con la imaginación abierta y el aroma de los libros, es que he llegado hasta aquí, por suerte para mi vida.
Con el señor Harkoft trabajaba la señorita Elisa. Ella era una mujer pequeña y un poco regordeta, de piel luminosa y manos como mariposas -así de leves, me parecían-, que tenía la voz mas perfectamente musical que yo haya escuchado. Y una mirada oscura y vivaz.
La señorita Elisa tenía allí una función imprescindible: ella leía los libros de poesía y las novelas, todos. "La ficción es suya", había sido la indicación. Su trabajo era hacer una especie de resumen o un comentario, segun le pareciera, de cada libro leído, que ella escribía con delicada letra de maestra (recuerdo perfectamente sus mayúsculas que nunca pude imitar) en un papel de hilo, inolvidable en mis dedos, con un agregado especial: al pie dibujaba florcitas; una, dos, tres... cuatro! si el libro calificaba en excelente.
La señorita Elisa era como el alma, mejor como el corazón de esa librería que parecía latir entre los libros y en alguna parte del señor Harkoft, con toda seguridad.
Él contaba con ella para casi todo, sin demasiada conciencia. Distraído por su propia intelectualidad y por la confianza que le inspiraba ella sin pensar porqué, nunca, nunca sintió curiosidad por ver aquellos papeles de hilo escritos tan lindamente por la señorita Elisa, aunque todos sus clientes le hacían ponderosos comentarios sobre ellos.
Hasta que un día de otoño la señorita Elisa se durmió sin despertarse y fué cuando él tuvo esa necesidad imperiosa de besarla. Todos los que estaban allí presente, observaron azorados, atónitos, emocionados, quisquillosos o de alguna forma felices, según quien, aquel tímido aunque apasionado beso que el señor Harkoft dejó en los labios ya ausentes de la señorita Elisa.

No cerró por duelo, a ella no le hubiera gustado.
Sólo llegó, menos serio y mas triste, hasta su lugar tras el mostrador y se quedó allí un rato, nada más que para sentir su ausencia.
Después, en un impulso, buscó por buscar o porque lo había visto tantas veces en sus manos, "Los versos del Capitán" y lo abrió sin esperar nada. Lo hojeó un poco, solo por hacerlo, por memorarla, porque volviera. El señor Harkoft no sabía que sentir, ni cómo, eso era lo que le sucedía. Ah, el papel de hilo para las notas que escribia. Sonrió con cierta ironía. La hojita señalaba ese poema "...Detrás de todas me voy. Pero a ti, sin moverme, sin verte, tú distante,van mi sangre y mis besos,.." y con su delicada letra de maestra, la señorita Elisa había escrito: "Con este exquisito atorrante yo hubiera enloquecido de amor. Ay, Neruda, Neruda!" y al pie, se veían dibujadas cuatro florcitas cuyo significado no pudo entender.
Alli y entonces, el señor Harkoft sintió esa enorme y desconocida tristeza que ya no lo abandonaría y también halló una suerte de recurso para convocar la presencia de la señorita Elisa, leyendo sus comentarios.
Uno por uno fue leyendo aquellos escritos en papel de hilo descubriendo a la mujer que había tenido todo ese largo tiempo a su lado y que fue pareciéndole más sentida y mas bella, en tanto descubría su sensible inteligencia, más que en el contenido de las palabras, en el dibujo de aquellas una, dos, tres... cuatro florcitas! 


Así que cuando cualquier día se dió cuenta que su traje de lana le quedaba pesado y pudo ver que el jacarandá que con él envejecía a la puerta de su librería, estaba "impúdicamente florecido para su edad" como solía decir Elisa (y pensó sólo su nombre, como en otra intimidad) al señor Harkoft la tristeza lo envolvió en silencio, embrumándole la mirada y las manos, doliéndole de forma insoportable en aquellas florcitas al pie del papel de hilo.

Y ya no pudo resistir la primavera.


nota de autora: Tenía yo catorce años y en la librería del señor Harkoft encontré la novela "Nacha Regules" de Manuel Galvez. Le pregunté si era buen libro y me contestó: "Doloroso para su edad, pero si quiere leerlo...". Cuando llegué a casa le conté a mi madre del hallazgo y ella me dijo: "Ay, es tan doloroso para tu edad! pero si querés leerlo..." Mis catorce años no resistieron aquella terrible historia, de verdad dolorosa; pero esa coincidencia de opiniones me enseñó para siempre el valor de la libertad para elegir, que no es ni más ni menos que la libertad para vivir.
Pero el primer libro que recuerdo es "Viaje alrededor de mi infancia" de Delfina Bunge de Galvez. Aun me persigue su magia.

mas libros en casa de Rochies

martes, 16 de octubre de 2012

aplausos y abrazos para él

Transiciones

Salir con la máquina de mirar, bajarse y caminar, girar y girar, Aceptar mi insignificancia, confiar la mirada a la inmensidad.




publicado por no esperes nada en su blog Comunicalafate.

jueves, 11 de octubre de 2012

teléfono


oye, niña, no quiero ver esa desolación inacabable enredada en tus pestañas, abatiendo la nívea palidez de tus párpados. no, otra vez. no, mi dulzura, que tu pechos se muevan agitados por el deseo, que no quiero que la pena te quite el aire. despiértate, bonita. mírame, que aquí estoy. tócame!. acércame a tu boca loca donde siempre está tu corazón. mírame. mírame, preciosa, con tu inocencia de duende escondido en el closset, con esa picardía de diablillo caído del cielo. tómame. quiero sentir la seda de tu blanca mano. necesito regodearme en el suave y juguetón tobogán de tu oreja, querida. mírame! que soy enteramente tuyo. háblame. háblame, smoothie, que sólo vivo con la miel de tu voz. mírame. tócame. acércame tu boca. tómame, querida! estoy casi al alcance de tu mano. mírame. estoy aquí. tómame! 
no me dejes así, Marilyn!


más teléfonos en el lugar de encuentro