martes, 24 de marzo de 2009

alicia y el paraguas





El otoño había puesto amarillo el aire de la tarde y corría entre las tipas un airecito amigable.

Y en aquel pedacito de Buenos Aires, bello y distinguido, algún palomo enamorado arrullaba entre las ramas.

Llegué a la plaza en busca de ese silencio poblado de sonidos que tienen las plazas en los atardeceres de domingo, porque el libro que estaba leyendo requería ese lugar y ese aire.

Mientras caminaba por la vereda que la rodea, mis ojos chocaron con un paraguas, de esos plegables, abandonado junto a un ligustro. Se le veía en el estampado sucio de barro seco, que alguna vez había sido bonito y elegante. Me despertó un pellizco de melancolía su abandono.
Me senté en uno de los bancos donde el fino encaje de las tipas dibujaba movedizas gotas de sol.
Y cuando recorrí el lugar con la mirada, me encontré con ella.
Tal vez tuviera unos setenta años.
Estaba sentada apoyando apenas su cuerpo en el asiento, con la espalda erguida y la mirada lejana. Estaba maquillada con un poco de locura: lo digo por la sombra azul que embardunaba su mirada clara, sorprendentemente joven. Y luego el rubor melocotón y sus labios encremados con un color rosado intenso.
Sin embargo, su figura vestida con ropajes de telas haraposas que habían tenido mejores tiempos, era de una distinción insoslayable. Tenía las pequeñas manos cubiertas con unos guantecitos tejidos por manos sutiles, enlazadas a una preciosa cartera de charol de principios del pasado siglo. Y con un gesto entre pícaro y dulzón, cuchicheaba con alguien invisible.
Mis ojos y mi alma, y mi imaginación ociosa, se regodearon por un largo rato con la imagen de aquella mujer que debió ser bellísima.

Cuando iba a retomar mi lectura, desde un banco vecino, como por arte de magia, en el diálogo de dos hombres cincuentones, muy elegantes, ubicados en un banco cercano, me llegó su historia.
Fue así como se los cuento.
- Pero, Juan José, ahora que la veo bien, aquella no es Alicia Cullen Espinoza?
- Ah, sí! Es ella…, es ella! Mirá vos!
- La miro y casi no puedo creerlo!... Qué hará en el barrio?... Me habían dicho que estaba internada, medio loca, pobrecita.
- Je! Esa pobrecita está en el recuerdo de casi todos nosotros. Te acordás qué flor de mina que era? Una princesa que te amaba como una diosa, por algunas monedas. Mierda! Qué hato de giles, ni nos dábamos cuenta.
- Vos fuiste a su casa también, flaco? Te preparó ese té de azahares con no sé qué licor? Te convidó con aquellas masitas de almendra?
- Si. Fui. A mi me llevó a su casa Ricardo, el primo. Te acordás de él?
- Me acuerdo. Era una porquería de tipo que se ganaba unos mangos con la desesperación de ella. Sabés, hermano? Nunca mas estuve en otras sábanas como aquellas, ni me besaron por el centro de la espalda como ella me besaba.
(Y ella seguía ahí, ausente, con la mente enmarañada en dios sabe qué recuerdos que le ponían la sonrisa como burlona y sensual, a pesar de toda aquella pintura).
- Cuántos años teníamos en aquella época? Catorce? Quince?
- Cuando Ricardo me la presentó, yo tenía catorce – se queda el llamado Juan José, por un momento en silencio, y luego decide: Mirá, te voy a contar un secreto. Fue una tarde de domingo, también. Dije que iba a misa y me fui a aquel altar –cuenta con intima sonrisa- lo recuerdo perfectamente porque ella me desvistió muy despacio dejándome solo los zapatos. Fue tan excitante, que apenas comenzó a besarme eyaculé sobre mis zapatos. Y si alguna mujer me besara otra vez así, creo que volvería a pasarme lo mismo.
- Ah, cómo besaba esa mina, hermano!.... Cómo besaba!...
- Y esa manera que tenía de tocarte… Tenía las manos como de seda, no?
- Me acuerdo una vez, que me acarició y me besó tan lentamente que casi enloquecí de gozo y luego pasó un dedo por mi semen y se mojó los labios, mientras me miraba con esa mirada tan clara, tan lejana, tan transparente… Ay, Juan José, le daría a mi mujer lo que me pidiera por algo la mitad de parecido a aquello!
- Seguirá siendo virgen?
Esa pregunta me hizo perder mi posición distraída, simulando que leía y los miré sorprendida.
Aquellos dos hombres, que habían ido cambiando el tono de sus voces hasta hacerse íntimo y ronco, miraban a la dama con tanta intensidad y tanta emoción…
Yo la miré también y ella había cambiado su posición y apoyaba su codo sobre el respaldo del banco y el mentón sobre la mano, como si posara para alguien en actitud de remembranzas.
Mi loca curiosidad, inclaudicable me llevó hasta ella, que me vió llegar como si me esperara.
- Buenas tardes, señora. Usted se llama Alicia?
- Si. Me llamo Alicia Cullen Espinoza, si aun me llamo así –me contesto sonriendo, con una voz joven, sensual, inigualable.
- Aquellos dos hombres hablan de usted con profundo amor.
- Ah, esos muchachos de ahí?
- Si, esos hombres- repetí.
- Deben ser amigos de mi primo Ricardo- se rió apenas, como para ella y con esa mirada tan clara, tan lejana, tan transparente, continuó: -Yo era la joven mas rica y mas mimada de este barrio, sabe usted? Pero luego mis padres murieron y me volví un poco loca.
- A qué edad le sucedió eso?
- A los treinta años, creo. Se me ha ido la vida entremedio… No sabía hacer otra cosa que tocar el piano y Ricardo me dijo que era lo mismo que acariciar. Y que besar era como tomar el té. A mi me encanta el té!
- Ah… el piano y el té la hacen feliz?
- Ya no. Pero entonces…, entonces venían aquellos jovencitos y ellos me dejaban un poco de dinero por un instante de música, un poco de té, mis caricias y mis besos. Esos cuerpos desnudos a mi merced eran obras de arte, si pudiera usted entenderlo.
- Lo entiendo, claro.
- Y como decía mi primo Ricardo: qué mas puede pedir una loca? Y me dejaba siempre un poco de aquel dinero…
- Igual, esos hombres hablan de usted con amor- dije más para mí que para ella.
- No se deje engañar, querida. Una loca también puede esperar que alguien la ame, le regale un beso, una caricia, una taza de té. Y a mi nunca nadie…
Y entonces, ella se puso de pie y comenzó a caminar lentamente hacia la puerta de la Iglesia que preside la plaza.
Los hombres ya no estaban.
El aire había comenzado a ahumarse de noche.
Y yo pensé, inevitablemente, en aquel paraguas abandonado.

21 comentarios:

  1. hermoso relato, me encantó como describiste a alicia, perdida por la locura instantanea de los espejos en un país desmaravillado.

    Una perlita. Te has lucido miralunas.

    beso,

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  2. Alicia no me parece nada loca.
    En todo caso una loca encantadora.

    Besos.

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  3. Ay de esas plazas infidentes construyéndonos historias de un domingo. Alicia era un ángel, lo intuía aún antes de leer tu cuento.
    Besos, maravilla, de tu amigo el REL.

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  4. Una maravilla tu relato.
    Como Alicia.

    Besos amiga.

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  5. Los peores recuerdos suelen ser sobre lo que no ha pasado, sólo la magia puede endulzar mentes y almas en esos instantes.
    Alicia debe saber manejar su magia, ley de supervivencia.

    Besos.

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  6. ¡Impresionante! miralunas ¡impresionante!.

    Besos.

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  7. Cuando se escribe de la soledad siempre se da en el clavo...

    Quiero felicitarte de todo corazón por esta impresionante obra de arte.

    Sigue escribiendo.

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  8. Miralunas, maravilloso relato! me encontré en otro banco a lo lejos observando.
    Un abrazo

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  9. Me quedo sin palabras, he vivido esta historia a traves de tus letras y atrapada hasta el final, esperando que no termine...
    Escribes de maravilla.

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  10. Soplidito, te deje un regalito en casa, la virtual, je
    besos.

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  11. sereno de faros, gracias! tu comentario es una caricia.

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  12. el irreductible en canto de algunos locos es encantador, ciertamente. beso, torito.

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  13. gracias, cecy! estemmm....soplidito dónde, dónde?

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  14. ahora mismo empiezo a aprender a manejar la magia, gabi.... gracias!

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  15. verdemundo bonito, me endulza el alma tu exageración!

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  16. me pareció verte ahi, niyume....otro abarzo!

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  17. marysol, ojalá pudiera yo tener vuestras miradas en mis letras siempre. gracias por eso!

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  18. Me gustó el personaje que creaste, Alicia no es loca, conoce muy bien a las personas.

    Besitos

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  19. asi es, estercita, Alicia es sabia.

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