Se despertó con una insomne soledad esa mañana.
Preparó el mate como si no fuera él y se sentó con su ausencia miréndole la frente. Y eso le acomodó los pensamientos, a lo mejor. Porque en un impulso que dejó en libertad, fue hasta la mesita del teléfono y busco, ansioso, en el pequeño cajón.
Allí estaba la pequeña agenda de Dorita. Ah, sí. Durante cincuenta y tres años fue ella la que se encargaba de anotar teléfonos, de organizar encuentros con amigos, de educar a sus hijos, de “vestirlo y perfumarlo” como le gustaba decir a ella. De alegrarle la vida, la panza y la cama, como le valoraba él el amor.
Cambió los anteojos por los de leer y comenzó a recorrer las hojas de la libretita de tapas forradas en una tela floreada y un poco ajada por el uso. No sabía muy bien qué buscaba, así que pasó distraído algunas hojas, hasta que su dedo índice y su vista coincidieron en ese renglón: Enriqueta y Victorio. Se sonrió y lo supo. Un encuentro, eso quería; pero sin Dorita no sabia cómo empezar.
Pucha, el número estaba tachado. Justo ahí, caramba. Victorio era gracioso y Enriqueta, divertida, aunque un poco mandona. Le hubiera gustado… y ahí se dio cuenta del pequeño papel que había tomado cuando encontró esos nombres. Y se hizo la luz! Dorita había anotado un nuevo número de teléfono al lado de “Enriqueta”.
Y con el mismo impulso, volvió al teléfono y llamó.
Se sorprendieron ambos; es que nunca habían hablado por teléfono. Y se entristecieron como amigos, enterándose que los dos se habían quedado solos.
“Y Dorita que era tan alegre!, dijo ella. “Y Victorio, tan macanudo”, dijo él.
Entonces, ella lo invitó a tomar unos mates y él dijo: “mañana”.
Enriqueta ahora vivía bastante lejos, pero valieron la pena, la distancia y el frío. Conversaron por tres largas horas y él esa noche se durmió contento, con el corazón entibiado por los bellos recuerdos que Enriqueta le fue trayendo y por su risa. Tenía una risa como de muchacha y una mirada aún intensa.
Le gustaba esa mujer.
Así que el sábado se invitó a cenar, sin dejarle lugar a dudas. “Vos esperame, nomás. Yo me encargo de todo”.
Se vistió y perfumó como si Dorita lo estuviera mirando y cuando estuvo listo, elegante y abrigado, le hizo un guiño al espejo como si le hubiera guiñado a ella.
Llevó sandwiches de miga que eligió con cuidado y una botella de buen vino. En camino, así como si nada, le vino a la memoria la cara de Enriqueta aquella vez, en Mendoza, cuando Victorio le regaló unas florcitas de por ahí. Compró un ramito de fresias y sonrió como a lo alto: “Gracias, amigo”, dijo para sí.
Ella se había puesto un collar muy lindo y se había pintado los labios.
Y él pensó que Enriqueta era hermosa cuando ella lo miró emocionada y agradecida por las florcitas ésas.
Esta vez, hablaron menos de viajes y de los cuatro y del nosotros de cada cual. Se fueron acercando con las miradas y las sonrisas y las confidencias de cada uno.
Y cuando Oscar se iba a despedir, sin querer irse, pero la noche, el frío, como se nos voló la hora, ella dijo: “Es muy tarde y hace frío. Si querés, quedate”.
Hizo con premura la pequeña cama en el “cuarto de los nietos” y le alcanzó una frazada extra. “Estamos viejos” explicó. “hay que cuidarse”. Pero hubo un roce de manos que casi desmiente la frase.
Con frazada extra y todo, Oscar tenía frío. Extrañaba su pijama de invierno y la calefacción de su casa. Presintió que no podría dormir.
Enriqueta se fue a la cama como si fuera otra. Se puso un camisón nuevo y se perfumó como antes, burlándose de ella con una media sonrisa.
“Bueno, Enriqueta, tienes un hombre en casa! Un lindo hombre, no? Se mantiene bien, con sus… ochenta y tres? Mirá vos tus pensamientos, Queta!” discurría mientras abría el lado de la cama que ocupaba Victorio, que desde entonces, era el suyo, para sentirse menos sola.
Se arrebujó, abrazó un poco la almohada y susurró: “Es por tu culpa. Te fuiste cuando aun debías quedarte, para morirnos juntos”. Entonces, se durmió como una niña.
Fue su sueño liviano de vieja el que la hizo despertarse. Miró hacia la puerta de la habitación y casi se desmaya del susto: Oscar estaba allí parado, en calzoncillos y camiseta. “Tengo frío y no puedo dormir”.
Ella lo invitó a la cama en silencio y cuando lo tuvo acostado al lado, le permitió acercarse para prestarle calor. Y se fueron acurrucando como gatos, juntando cuerpos y enredando piernas, silenciosos, despaciosos, tímidos, como en la primera vez de las primeras veces.
Se dieron un beso de agradecimiento y otro de reconocimiento y otro porque lo deseaban. Y él recorrió con sus manos el cuerpo cubierto por el camisón nuevo y sintió un calor nuevo, distinto, otra vez urgente.
Entonces, tomó una mano rugosa de ella y la llevó hasta su sexo, y ella tomó la otra mano de él y la llevó hasta su pecho donde el corazón se le desbocaba. Se miraron sorprendidos, felices, renacidos. Y comenzaron a desvestirse uno al otro, con la torpeza, los enredos, la urgencia, los besos entorpecidos de deseo com en la primera de las primeras veces.
Preparó el mate como si no fuera él y se sentó con su ausencia miréndole la frente. Y eso le acomodó los pensamientos, a lo mejor. Porque en un impulso que dejó en libertad, fue hasta la mesita del teléfono y busco, ansioso, en el pequeño cajón.
Allí estaba la pequeña agenda de Dorita. Ah, sí. Durante cincuenta y tres años fue ella la que se encargaba de anotar teléfonos, de organizar encuentros con amigos, de educar a sus hijos, de “vestirlo y perfumarlo” como le gustaba decir a ella. De alegrarle la vida, la panza y la cama, como le valoraba él el amor.
Cambió los anteojos por los de leer y comenzó a recorrer las hojas de la libretita de tapas forradas en una tela floreada y un poco ajada por el uso. No sabía muy bien qué buscaba, así que pasó distraído algunas hojas, hasta que su dedo índice y su vista coincidieron en ese renglón: Enriqueta y Victorio. Se sonrió y lo supo. Un encuentro, eso quería; pero sin Dorita no sabia cómo empezar.
Pucha, el número estaba tachado. Justo ahí, caramba. Victorio era gracioso y Enriqueta, divertida, aunque un poco mandona. Le hubiera gustado… y ahí se dio cuenta del pequeño papel que había tomado cuando encontró esos nombres. Y se hizo la luz! Dorita había anotado un nuevo número de teléfono al lado de “Enriqueta”.
Y con el mismo impulso, volvió al teléfono y llamó.
Se sorprendieron ambos; es que nunca habían hablado por teléfono. Y se entristecieron como amigos, enterándose que los dos se habían quedado solos.
“Y Dorita que era tan alegre!, dijo ella. “Y Victorio, tan macanudo”, dijo él.
Entonces, ella lo invitó a tomar unos mates y él dijo: “mañana”.
Enriqueta ahora vivía bastante lejos, pero valieron la pena, la distancia y el frío. Conversaron por tres largas horas y él esa noche se durmió contento, con el corazón entibiado por los bellos recuerdos que Enriqueta le fue trayendo y por su risa. Tenía una risa como de muchacha y una mirada aún intensa.
Le gustaba esa mujer.
Así que el sábado se invitó a cenar, sin dejarle lugar a dudas. “Vos esperame, nomás. Yo me encargo de todo”.
Se vistió y perfumó como si Dorita lo estuviera mirando y cuando estuvo listo, elegante y abrigado, le hizo un guiño al espejo como si le hubiera guiñado a ella.
Llevó sandwiches de miga que eligió con cuidado y una botella de buen vino. En camino, así como si nada, le vino a la memoria la cara de Enriqueta aquella vez, en Mendoza, cuando Victorio le regaló unas florcitas de por ahí. Compró un ramito de fresias y sonrió como a lo alto: “Gracias, amigo”, dijo para sí.
Ella se había puesto un collar muy lindo y se había pintado los labios.
Y él pensó que Enriqueta era hermosa cuando ella lo miró emocionada y agradecida por las florcitas ésas.
Esta vez, hablaron menos de viajes y de los cuatro y del nosotros de cada cual. Se fueron acercando con las miradas y las sonrisas y las confidencias de cada uno.
Y cuando Oscar se iba a despedir, sin querer irse, pero la noche, el frío, como se nos voló la hora, ella dijo: “Es muy tarde y hace frío. Si querés, quedate”.
Hizo con premura la pequeña cama en el “cuarto de los nietos” y le alcanzó una frazada extra. “Estamos viejos” explicó. “hay que cuidarse”. Pero hubo un roce de manos que casi desmiente la frase.
Con frazada extra y todo, Oscar tenía frío. Extrañaba su pijama de invierno y la calefacción de su casa. Presintió que no podría dormir.
Enriqueta se fue a la cama como si fuera otra. Se puso un camisón nuevo y se perfumó como antes, burlándose de ella con una media sonrisa.
“Bueno, Enriqueta, tienes un hombre en casa! Un lindo hombre, no? Se mantiene bien, con sus… ochenta y tres? Mirá vos tus pensamientos, Queta!” discurría mientras abría el lado de la cama que ocupaba Victorio, que desde entonces, era el suyo, para sentirse menos sola.
Se arrebujó, abrazó un poco la almohada y susurró: “Es por tu culpa. Te fuiste cuando aun debías quedarte, para morirnos juntos”. Entonces, se durmió como una niña.
Fue su sueño liviano de vieja el que la hizo despertarse. Miró hacia la puerta de la habitación y casi se desmaya del susto: Oscar estaba allí parado, en calzoncillos y camiseta. “Tengo frío y no puedo dormir”.
Ella lo invitó a la cama en silencio y cuando lo tuvo acostado al lado, le permitió acercarse para prestarle calor. Y se fueron acurrucando como gatos, juntando cuerpos y enredando piernas, silenciosos, despaciosos, tímidos, como en la primera vez de las primeras veces.
Se dieron un beso de agradecimiento y otro de reconocimiento y otro porque lo deseaban. Y él recorrió con sus manos el cuerpo cubierto por el camisón nuevo y sintió un calor nuevo, distinto, otra vez urgente.
Entonces, tomó una mano rugosa de ella y la llevó hasta su sexo, y ella tomó la otra mano de él y la llevó hasta su pecho donde el corazón se le desbocaba. Se miraron sorprendidos, felices, renacidos. Y comenzaron a desvestirse uno al otro, con la torpeza, los enredos, la urgencia, los besos entorpecidos de deseo com en la primera de las primeras veces.
Como en la primera de las preimeras veces.
ResponderEliminarSuspiro, eso te dejo un gran suspiro.
Es que algo esta cantando suavecito... y lo dejamos que siga.
Besos amiga.
Bellísimo!
ResponderEliminarNo puedo decir más, lo acabo de leer de un tirón y viendo a los viejitos, tan lindos ellos... me emocionaste totalmente, querida!
Lo voy a leer otra vez!
Qué bien has dado con el tono de la ternura, y está muy bien escrito, más que bien!
Besitos, linda, besitos con fresias en invierno! ;)
Qué hermosura, Miralunas, qué ternura y qué sencillamente humano, y qué profundamente humano.
ResponderEliminar¡Gracias, amiga, muchas gracias, beso sus manos mágicas.
Muy bien.
ResponderEliminarMe ha gustado muchísimo.
Besos.
Cuando el sexo se hace tan tierno que el amor nos transforma en humanos...bello
ResponderEliminarEs que, amigos míos, mientras la enfermedad no los agobie, Enriqueta y Oscar siguen siendo una mujer y un hombre.
ResponderEliminarEncantador , y escrito con una ternura ...me ha fascinado.
ResponderEliminar:) saludos!
magnífica historia de soledad, de recuerdos del ayer, de pasos hacia la compañía, de pasión en la edad madura...
ResponderEliminarMuy bonito.
Besos.
Miler!... tanto tiempo!...gracias, bonito, me alegro!
ResponderEliminarsecreto para vos, impersonem: esa historia está sucediendo ahora mismo! =) besos
Oye qué bien haberte encontrado... hace días que quiero enlazarme con un buen blog y no había tenido suerte.
ResponderEliminarAquí te sigo.
suerte que veas eso con suerte, verdemundo. nos seguiremos!
ResponderEliminarMe gusta muchisimo :).
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