"Era una noche cálida, serena, llena de estrellas, con solo los gatos maullando de amor". Andamios- M.Benedetti
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Le gustaba dormirse un momento después de amarla como ella se dejaba amar, sintiendo la cabeza de ella sobre su pecho, confiada en el abrazo. Y luego abrir los ojos despaciosamente, olisqueando el perfume de su pelo, repasando suavemente la piel de sus hombros.
Entonces, ella se movía, perezosa como gata y le devolvía la caricia con un beso goloso en su mentón, sus dedos caminando por su vientre y, otra vez, le decía: “tal vez algún día te ame, comoamotu piel”. Y él se reía, como cada vez.
Esta noche ha sido idéntico el ritual.
Ella ha saltado de la cama, juguetona y desnuda como siempre. Se ha apurado hasta el baño y en un periquete aparece en el marco de la puerta con su sonrisa de siempre. Lo mira un instante. Quita la toalla de su cabello húmedo y se recuesta en la cama a mirarlo como Lucio se viste.
Mientras, él le cuenta que está ya harto de su persistente resfrío y que en la función de matineè unos japoneses han pagado doscientos dólares para quedarse dormidos en mitad del concierto.
“Y si mañana te quedas conmigo a curarte del resfrío con sopita de pollo como en las películas?”
“Los australianos de mañana no te lo perdonarían” dice él, petulante, mientras termina de atar los cordones de sus zapatos de charol y acomoda los puños de su camisa blanca, inmaculada, que aún se ve tan bien planchada.
Ella silabea con mirada envolvente: “Me encanta como te vistes, pero me ilusiona cuando te desvistes”.
Lucio dibuja con los labios un beso hacia ella, entrecierra los ojos y repite lo de siempre en un suspiro: “Sos única, querida.”, mientras piensa que le gustaría quedarse.
Y Arlenne le adivina el pensamiento: “Te creería, si te quedaras”.
Y otra vez, salta de la cama y le ayuda con el saco negro, elegantísimo. Y a punto de abrazarlo, huele con mimo su solapa y él insiste en el lóbulo de su oreja que huele suavemente a champú: “Ninguna igual.”
Los toma por asalto un abrazo cargado de besos, de ojos cerrados y bocas abiertas, de lenguas ardorosas y manos inquietas y luego ya no saben cómo hacer para que él quiera irse y ella pueda quedarse.
Así que se miran y dicen “chau”, como si nada.
Ella lo mira otra vez y Lucio le hace un guiño antes de cerrar la puerta de calle.
El hombre sale a la calle con un presagio que le ajusta el nudo de la corbata de manera incómoda: como una tristeza desmadejada, un imprevisto anuncio de otoños, indefinible.
Camina hasta el estacionamiento pensando en ella, despaciosamente y apasionadamente, como cuando le hace el amor y se siente perturbado como un chico pescado en falta.
El aviso de mensaje en su celular lo toma de sorpresa: “Quiéreme de verdad y no vuelvas. Ya no quiero mirarte la espalda.”
Se detiene sin saber qué hacer. Escucha el silencio urbano de la noche y siente una especie de miedo. La atadura de un sollozo le estruja el pecho. Se vuelve unos pasos y se detiene otra vez.
Al principio del principio se lo habían prometido: “Si a alguno le duele, puede decir adiós. Y el otro no puede insistir.”
Después de dos años, casi lo había olvidado. O, en verdad, se hacía el distraído cuando ella le avisaba: “Cuando tu espalda me haga sentir sola, te pediré que no vuelvas”.
“Y eso es ahora” se dijo en voz alta, con los labios resecos, pensando qué harían ahora con sus soledades.
Qué haría él sin ella esperándolo a la mitad de la noche, como un cobijo.
Volvió sus pasos hacia el estacionamiento. Miró la luna entre los árboles deshojados. Qué enormidad la calle y la noche. Con solo los gatos maullando de amor.
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ilustración: carlos-mundogato.blogspot.com