Se encontraron como todos los jueves, en esa cafetería mal servida y mal iluminada, tan propicia para encuentros como el de ellos.
Se miraron como sorprendidos de la distancia de sus manos, siempre
ardorosas y necesitadas de enredarse anticipando el encuentro de los cuerpos.
Esta vez, no. Ninguno de los dos fue corriendo la vajilla para dejar libre el
camino a sus manos. Ella doblaba y desdoblaba el sobrecito vacío del azúcar y
él cruzaba las manos en actitud retraída como en cita de negocios. Tampoco sus
miradas se abrieron hacia el encuentro.
Al principio hablaron de trivialidades, eludiendo las palabras que se
decían siempre. Pero no pudieron con la infinita tristeza que les apretaba el
alma a los dos, como les sucedían todas las cosas, así: de a dos; durante todo
el tiempo de aquellos quince años.
Inés lo miró, al fin buscando su mirada:
-Quince jueves desde aquel jueves en que nos quedamos viudos, José. No
puedo dejar de contarlos.
Y volvieron a mirarse, como se miraron aquel jueves en que él llegó
con esa especie de condena pesándole en los hombros. “Susana se murió esta
mañana”. Y se abrazaron como huérfanos, como en el final de algo, como víctimas
finales de algo que nunca habían deseado.
Desde ese día, se desearon menos, sin ninguna explicación. Necesitaron
de menos llamadas porque sí; se espaciaron los mensajes en el whatsapp, que
tanto los divertían. Y los jueves dejaron de ser el domingo luminoso de charlas
divertidas y sexo celebratorio de cada semana.
Hasta este jueves que los dos supieron apenas mirarse que iba a ser el
último. Se lo habían prometido al principio del amor sin remedio: “Cuando no
sea maravilloso, que no sea nada.”
Y hacia quince jueves que la muerte de Susana, como nunca lo hizo su
vida, les suspendía el deseo y los regodeaba en la melancolía de un inesperado aburrimiento.
Cuando Inés sintió que iba a empezar a llorar como una niña, dijo un
desesperado: “Tengo que irme!”
Se abrazaron esta vez como náufragos de su tormenta perfecta. Y se
dijeron al unísono, como le sucedían todas las cosas: “Maravilloso o nada.”
Inés corrió a llorar en un taxi. José caminó como un ciego hasta su
auto.
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n/a: aunque he llegado tarde a la cita hay otros lutos en lo de Pikxi
Si se acaba....se acaba
ResponderEliminarBesos
Quise conocerte desde el blog de Marcelo.He quedado impresionado con la historia de los viudos, Miralunas. Demuestra una vez más que para que la llama del amor no se apague, se necesita algún grado de dificultad.
ResponderEliminarCuriosa forma de morir un amor, muy curiosa... Me gustó mucho la forma en que nos has contado esta historia, pausada y tocando la fibra.
ResponderEliminarBesos bella.
Este relato tiene relación con otro que escribiste, ¿verdad?, con el primer encuentro, ¿no es así?
ResponderEliminarMaravillosamente relatado, se siente, se quisiera entrar en el relato y hablar con los protagonistas, preguntarlos, tratar de convencerlos...
Pero eso son cosas de dos, un simple lector de la historia no tiene derecho a intervenir.
Ya ves, sentimientos que me produce tu relato.
Un abrazo muy fuerte.
Suele pasar que un suceso vital rompe todo en pedacitos.
ResponderEliminarMuchas gracias por participar.
Un saludo.